Durante el embarazo, imaginaba ese instante mágico en el que mi bebé llegaría al mundo. Me veía acunándolo en mi pecho, sintiendo su calor, sus pequeños dedos aferrándose a los míos y sus ojos buscándome como su primer refugio. Soñaba con ese primer latido compartido fuera del vientre, con la conexión inmediata de piel con piel y el inicio de nuestra historia juntos.

Pero la vida tenía otros planes. No fue como lo imaginé, y por un tiempo sentí que me habían arrebatado ese momento. Mi bebé nació antes de tiempo, rodeado de máquinas y profesionales que luchaban por su vida. El miedo, la incertidumbre y la sensación de impotencia se apoderaron de mí. No pude abrazarlo al nacer, ni escuché su primer llanto junto a mí. En su lugar, vi su diminuto cuerpo en una incubadora, conectado a cables y monitores.

Sin embargo, con el tiempo comprendí que nuestra historia, aunque diferente, no era menos especial. Aprendí que el amor de una madre no se mide por el instante del parto, sino por la lucha diaria, por cada caricia a través del cristal, por cada gota de leche extraída con dedicación, por cada palabra de aliento que le susurraba en voz baja.

Hoy, mirando atrás, me siento orgullosa de cómo llevé todo este proceso. Descubrí una fortaleza en mí que no sabía que existía y entendí que ser madre no es solo dar a luz, sino estar presente en cada pequeño paso, celebrar cada avance, por mínimo que parezca, y aprender a amar de una manera completamente nueva.

Si estás pasando por algo similar, quiero que sepas que no estás sola. La maternidad prematura no es el camino que esperábamos, pero puede ser un camino lleno de amor, fuerza y resiliencia. Y aquí estoy para acompañarte en este viaje.